Sala de Prensa

6 julio, 2020

La complejidad de los tiempos que vivimos no tiene parangón en la historia reciente. Una sociedad polarizada en temas que van desde lo sublime a lo ridículo, un sector público que pretende mantener unas condiciones que el sector privado no está en disposición de seguir costeando, una situación fiscal apremiantemente insostenible, una incapacidad política de construir acuerdos relevantes para afrontar todo lo anterior, y para más inri, una pandemia que afecta la salud física y económica de todos los ciudadanos. La volatilidad social se siente, el miedo se huele en la calle.

En este nada halagüeño contexto, más que nunca debe imperar un estricto respeto a la institucionalidad del país y en especial, a los derechos individuales de todos sus ciudadanos. La detención de Andrea Díaz en Playa Tamarindo en días anteriores es un ejemplo perfecto de los límites que no se debe permitir sean traspasados, aun y cuando se nos quiera hacer ver que se actúa en defensa de un interés común, que sin duda a todos nos atañe por igual: la salud pública.

La Constitución Política contiene una serie de limitaciones al Estado, no a los ciudadanos. No pretende regular la vida de los ciudadanos, pero sí delimitar las actuaciones del Estado. Quien se llame defensor de la libertad, no podrá consentir que lleguemos a una situación en donde se normalice que el Estado actúe sin limitación mientras que a los ciudadanos se nos da permiso de hacer determinadas situaciones.

La Ley General de Salud confiere al Ministerio de Salud unas facultades amplísimas en situaciones sanitarias como las que vivimos, que lo convierten en un verdadero superministerio. Sin embargo, las actuaciones sanitarias tienen una limitación clarísima en la Constitución Política, y en ningún momento se ha ordenado para la atención de la pandemia la suspensión de las garantías individuales en ella contempladas, situación que incluso, de darse, tendría una limitación temporal máxima de treinta días y tendría que ser ordenada por la Asamblea Legislativa.

No son simples paranoias. Preocupa que el Estado promueva una cultura de delatores, fomentando en sus ciudadanos la denuncia indiscriminada de la actividad privada ajena, aun y cuando no se tenga claridad sobre los límites de lo permitido y lo prohibido, al punto de que la misma policía aprehenda a una ciudadana por irrespetar unas medidas inexistentes. Inquieta que se haga uso desproporcionado de la violencia, y que por irrespetar un retén sanitario la policía abra fuego contra un vehículo y se hiera a sus pasajeros, como sucedió en Pavas. Indigna que los vecinos comiencen a expulsar a otros ciudadanos de sus pueblos con amenazas y golpes por ser aparentes portadores del virus. Alarma que en lineamientos del Ministerio de Salud se establezca que los residentes de los condominios deban alertar a su administrador sobre la sintomatología no solo suya, sino del resto de residentes.

Pero quizá lo más preocupante de todo esto es la pérdida de la oportunidad de disentir. Las redes sociales, que se han convertido en la principal forma en que las personas se informan, y en uno de los pocos espacios para la socialización en virtud de las medidas de confinamiento, han devenido en el equivalente de las telepantallas que, en la profética obra de Orwell, 1984, permitían a los agentes de la Policía del Pensamiento espiar a los ciudadanos y sancionarlos por “pensar mal” hasta convertirlos en una nopersona. Ya decía el mismo Orwell que, si la libertad significa algo, será, sobre todo, el derecho a decirle a los demás lo que no quieren oír.

No son tiempos fáciles para vivir, mucho menos para gobernar. La libertad implica responsabilidad, y gobernar, sabiduría. Todo apunta a que apenas se comienza a perfilar una nueva realidad. Debemos mantenernos vigilantes de que, en ella, no se sacrifique a la minoría más pequeña: el individuo.

 

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Mauricio París