Algunas vidas acomodadas, por lo menos aquellas que no pasan penurias, no suelen detenerse a reflexionar sobre las que naufragan a diario, las que encallan sistemáticamente contra los arrecifes de unas condiciones de vida misérrimas. Ser pobre concede unos modos de vida inimaginables para quien no se ha visto en la encrucijada de no poseer un dólar, siquiera uno, en los bolsillos. Ser pobre implica no pensar en la supervivencia de mañana habida cuenta de la urgencia de hoy.
La pandemia nos ha hecho conscientes de nuestra vulnerabilidad, nos ha permitido ser testigos de cómo el mundo ha podido necrosarse en tan pocos meses. Ahora, mientras recuperamos paulatinamente el temple y perdemos el miedo de enfermarnos cada día que pasa, sentimos alegría por haber sobrevivido, por no habernos convertido en una mera cifra de las que engrosa la tragedia. En esta etapa de calibración, de reajustar hábitos y modos de relacionarse, las vacunas están restaurando el oxígeno que nos sustrajo un ejército de organismos invisibles.
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