Fuerza mayor en España
La evolución del COVID-19 está teniendo un considerable impacto en el tráfico comercial y contractual. Afecta, fundamentalmente, al cumplimiento y al disfrute de las prestaciones contratadas por las distintas partes de un contrato, ya sean empresas o particulares, al igual que puede afectar a la resolución anticipada del propio contrato.
La casuística que puede presentarse es muy compleja, no solo porque el escenario ha variado notablemente desde que comenzaran los primeros efectos producidos por el coronavirus en España hasta la declaración del estado de alarma, sino por las múltiples posiciones jurídicas que han de contemplarse, tales como parte incumplida, parte incumplidora, cobertura de seguros, restricciones legales al cumplimiento, y una infinidad de aspectos. En concreto, a raíz de la publicación del Real Decreto Legislativo Real Decreto 463/2020, de 14 de marzo, por el que se declara el estado de alarma para la gestión de la situación de crisis sanitaria ocasionada por el COVID-19, y el Real Decreto 476/2020, de 27 de marzo y toda la proliferante normativa concordante. En virtud de lo anterior, en estos momentos, resulta prácticamente imposible determinar con exactitud cuáles serán las modificaciones y restricciones aplicables a futuro.
En estas circunstancias, el concepto de fuerza mayor y otros conceptos jurídicos similares han adquirido especial importancia.
En el sistema normativo español, la jurisprudencia y la doctrina describen el concepto de fuerza mayor como “un acontecimiento extraordinario que se desata desde el exterior, imprevisible, que no hubiera sido posible evitar aun aplicando la mayor diligencia y por ende no fuera imputable a ninguna de las partes”.
En el sistema normativo español, la jurisprudencia y la doctrina describen el concepto de fuerza mayor como “un acontecimiento extraordinario que se desata desde el exterior, imprevisible, que no hubiera sido posible evitar aun aplicando la mayor diligencia y por ende no fuera imputable a ninguna de las partes”.
Tradicionalmente, se ha venido estudiando la concomitancia del concepto de fuerza mayor, de manera conjunta con el denominado concepto de “caso fortuito”. En concreto, ambos quedan definidos como “sucesos que no hubieran podido preverse, o que, previstos, fueran inevitables”, y sujetos a lo dispuesto en el art. 1105 del Código Civil (“CC”). Dicho artículo no responde exactamente ni establece las consecuencias jurídicas que pudieran derivarse de la aplicación de tal concepto, sino que solo establece que “Fuera de los casos expresamente mencionados en la ley, y de los en que así lo declare la obligación, nadie responderá de aquellos sucesos que no hubieran podido preverse, o que previstos fueran inevitables”.
No obstante, la doctrina jurisprudencial recoge la distinción entre el concepto de fuerza mayor y el de caso fortuito, en base a dos criterios: el subjetivo y el objetivo. De un lado, desde la perspectiva objetiva, en el caso de fuerza mayor, en la imprevisión y la inevitabilidad, mientras que, en el caso fortuito se establece lo contrario: la previsión y la evitación. Desde una perspectiva subjetiva la fuerza mayor se origina fuera de la esfera de control de las partes -por ejemplo, un desastre natural- mientras que un acontecimiento fortuito está dentro de esa esfera de control.
El Tribunal Supremo ha venido exigiendo como requisitos que han de concurrir para apreciar fuerza mayor, que el hecho sea, además de imprevisible, inevitable o irresistible, independiente de la voluntad de las partes y, por consiguiente, no imputable a las mismas, y cuyo resultado es la imposibilidad de cumplimiento de alguna o todas las partes del contrato.
El requisito de la imprevisibilidad se entiende como aquel acto no premeditado ni esperado. La inevitabilidad atiende a la incapacidad para impedir que el acontecimiento se produzca o para impedir que se materialicen sus consecuencias dañosas para cualquiera de las partes. En cualquier caso, ni la imprevisibilidad ni el propio acto de evitar el suceso se exigen con carácter absoluto y rigorista. La aplicación de ambos requisitos exige tener en cuenta las circunstancias concurrentes de cada situación, así como los medios y la capacidad de reacción del sujeto para hacer frente a sus obligaciones.
En consecuencia, todo hace presagiar que la pandemia denominada COVID-19, al significar un supuesto imprevisible e independiente de la voluntad de las partes, podrá considerarse un caso de fuerza mayor, si bien tal afirmación no es un absoluto. Por tanto, habrá que examinar caso por caso y analizar si, a causa de este evento, el obligado a cumplir no pudo hacerlo bajo ninguna circunstancia y ello, precisamente, será el régimen que determinará la responsabilidad que derive.
En estos momentos resulta prematuro aventurar cómo será el proceso de depuración de responsabilidades, y cuál será la tendencia que acogerán los distintos órganos judiciales, dado que todavía se desconoce la evolución de la pandemia y las medidas excepcionales que, previsiblemente, adoptarán las instituciones al objeto de tratar de paliar los efectos económicos provocados por esta.
Cierto es que la fuerza mayor será un tema a tratar durante las próximas semanas y meses en la mayoría de las relaciones contractuales. En muchos casos, los contratos incluyen una cláusula de fuerza mayor, en la que las partes pueden basarse cuando se produce una situación que altera drásticamente el equilibrio contractual inicial, impidiendo el cumplimiento por las partes de sus obligaciones en virtud del mismo. Esto puede dar lugar a la suspensión del acuerdo durante el tiempo en que las partes no pueden cumplirlo por razones externas o a la terminación del acuerdo sin responsabilidad para una de las partes.
Aunque pueda parecer que el art. 1105 CC, leído junto con la jurisprudencia que lo interpreta, libera a la parte de su obligación de cumplir, realmente libera a la parte que no cumple de la responsabilidad por el incumplimiento, es decir, de la obligación de pagar daños y perjuicios a la parte afectada.
De hecho, el art. 1105 CC no dice expresamente que el deudor ya no esté obligado a cumplir. Por el contrario, la doctrina científica española ha interpretado dicho artículo en el sentido de que, en caso de producirse un evento de fuerza mayor, la parte cumplidora se ve impedida de reclamar efectivamente los daños y perjuicios contra el deudor por el incumplimiento -lo que puede incluir la suspensión de la obligación-, pero en ningún caso libera a dicha parte para siempre de su obligación de cumplir plenamente con el acuerdo. En consecuencia, cada acuerdo debe examinarse atentamente prestando atención a sus circunstancias específicas.
Por lo tanto, no es aconsejable reivindicar una única aplicación universal de la doctrina de la fuerza mayor en este tipo de casos, y mucho menos desde una perspectiva internacional. A nivel global, el derecho internacional continente normas relativas a la fuerza mayor o doctrinas similares, pero no siempre se definen de la misma manera ni se prevén los mismos requisitos y consecuencias. En los países de derecho anglosajón, como se explicará más adelante, no existe una reglamentación específica sobre la fuerza mayor y es probable que los tribunales rechacen otras doctrinas jurídicas. Por el contrario, en el derecho civil continental, la fuerza mayor suele estar relacionada con la teoría de la imprevisibilidad y la carga excesiva para la parte obligada a cumplirla.
En el caso de los tribunales arbitrales que deciden sobre la posibilidad de aplicar la fuerza mayor como forma de liberar a la parte del cumplimiento, normalmente se centrarán en:
- a) El hecho de que el acontecimiento sea ajeno al control de las partes.
- b) Que sea imprevisible o, cuando sea previsible, que no se haya podido evitar razonablemente.
- c) Que el acontecimiento sea la causa directa de la imposibilidad de cumplir o, al menos, de cumplir a tiempo.
Fuerza mayor en el ámbito internacional
2.1. La fuerza mayor en los contratos internacionales
Muchos de los contratos que se suscriben, en particular, los contratos relacionados con los sectores de la tecnología, los derechos de propiedad intelectual e industrial, los servicios financieros o las inversiones, son contratos que tienen un fuerte carácter transnacional.
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