El dilema de la titularidad de los derechos de explotación de los tatuajes
Artículo escrito por Brandon Tub de ECIJA Madrid.
La problemática sobre los derechos de explotación de los tatuajes, es un tema candente en el mundo entero, debido al auge de los derechos de propiedad intelectual. Los tatuajes se pueden ver en videojuegos, en el metaverso, en una primera plana de una publicidad, o simplemente en una obra audiovisual en la que el protagonista está desnudo, adquiriendo notoriedad. Hay un sinfín de diferentes hipótesis en las que se puede plantear este dilema, donde el tatuador no haya autorizado la explotación económica de sus obras. Por lo que, en el presente texto, analizaremos normativa, jurisprudencia y principios generales de derecho, para responder una cuestión poco clara, pero trascendental para la explotación pacífica de todos los portadores de tatuajes.
El primer punto a analizar, es la originalidad de la obra, aspecto neurálgico para que ésta adquiera la protección que otorga la Ley de Propiedad Intelectual (LPI), en los artículos 1 y 10. No es objeto del presente trabajo desglosar los conceptos de originalidad objetiva y subjetiva, pero si soslayar que el tatuaje no suele ser original. Esto se desprende al evaluar si la obra es suficientemente diferente de lo que ya está en el dominio público. Por ejemplo, cuando el encargo al tatuador es una rosa, es prácticamente imposible que la obra (la rosa) sea única con rasgos distintivos, por lo que el tatuador, lo que está haciendo es replicar obras del dominio público (y esto muchas veces es literal al pie de la letra, ya que buscan imágenes, en este caso de rosas), las imprimen en papel transfer, mediante presión transfieren el diseño a la piel, y luego realizan el tatuaje, por encima del diseño previamente delimitado.
La consecuencia radica directamente en que tales obras (no originales) no entran en el paraguas jurídico protector de la norma, ya que si no se puede sostener la originalidad de la obra, la misma no gozará de la protección que le confiere la ley.
De acuerdo con el artículo 17, corresponde al autor el ejercicio exclusivo de los derechos de explotación de su obra en cualquier forma. Reforzado por el artículo 10, que define como objeto de propiedad intelectual todas las creaciones originales literarias, artísticas o científicas expresadas por cualquier medio o soporte.
El tatuador, como autor del diseño original, posee los derechos de autor sobre el tatuaje. Esto implica que, aunque el tatuaje esté plasmado en la piel de otra persona, el tatuador mantiene los derechos de explotación. Esta interpretación se fundamenta en el artículo 56.1 de la LPI, que establece que la adquisición de la propiedad del soporte no otorga por sí sola, derechos de explotación sobre la obra incorporada.
Respecto a la naturaleza del contrato que unen a las partes (tatuador y cliente), tampoco hay unanimidad. Puede ser concebido como una prestación de obra, prestación de servicios o incluso como un contrato atípico. Más allá del tipo legal, en todos se coincide en el hecho que la obligación sinalagmática del contrato por parte del tatuador es la de ejecutar la obra (además de cumplir por supuesto con las medidas de higiene pertinentes), por lo que el tatuador está prestando consentimiento en que dicha obra va a perdurar en la piel de su cliente.
Los artículos 43.1 y 43.2 de la LPI complementan el análisis, en el sentido que (refiriendo a la transmisión de los derechos de explotación de la obra) la falta de mención del tiempo, limita la duración a cinco años. Si no se expresan específicamente y de modo concreto las modalidades de explotación, la cesión quedará limitada a aquella que se deduzca necesariamente del propio contrato y sea indispensable para cumplir la finalidad del mismo.
Este punto es clave, permitiendo deducir del contrato (ya que la obra perdura en la piel) que la cesión será para siempre, debido a que dicha interpretación es completamente funcional a la finalidad de la obra, que es aceptada por el tatuador. Si el tatuador no dice nada, está avalando y consintiendo el uso pacífico por parte de su cliente de todos los derechos de propiedad intelectual de la obra, ya que cómo dice el 43.2, se deduce del contrato el carácter perpetuo del tatuaje.
La regla general es clara; para realizar una explotación patrimonial de cualquier obra, el autor debe autorizar tal explotación económica a texto expreso. En el caso de los tatuajes, no hay controversia en que el cliente pueda exponer el tatuaje en público o subir fotos a las redes sociales. El conflicto surge cuando se genera lucro a partir del tatuaje (con el contenido patrimonial de los derechos de autor) en una publicidad o una obra audiovisual. En la hipótesis de una publicidad que muestra un primer plano del tatuaje, el tatuador podría alegar una violación de sus derechos de autor. Es por ello qué en la práctica, los tatuadores suelen firmar autorizaciones o licencias para usos específicos, como rodajes de películas.
Sin embargo, por tratarse de una obra cuyo soporte es la piel humana, el análisis debiera ser más riguroso. Hasta la fecha, no existen precedentes judiciales en España que aborden directamente la titularidad de los derechos de autor sobre los tatuajes. En Estados Unidos, sí se han presentado casos relevantes. Un ejemplo es «Solid Oak Sketches vs. Take-Two (2K Games)», donde se permitió la reproducción de tatuajes en videojuegos sustentado en tres argumentos; el uso de minimis, la licencia implícita y el fair use.
La licencia implícita es un concepto muy interesante, ya que incluye a la obra dentro de los derechos de imagen de los deportistas. Esto significa que la parte demandada, al tener las licencias suscritas con la NBA sobre los derechos de imagen de los jugadores (aunque los tatuajes en sí no se mencionen expresamente), estos tatuajes estarían comprendidos dentro de esos derechos de imagen. Y añade otro argumento, que Solid Oak (el demandante) nunca ha concedido licencias para los diseños de tatuajes y que no existe, ni se prevé que exista, ningún mercado de licencias de tatuajes de jugadores de baloncesto para su uso en videojuegos.
El argumento del fair use consiste en una doctrina legal estadounidense que promueve la libertad de expresión, al permitir el uso sin licencia de obras protegidas por derechos de autor en ciertas circunstancias. Para ampararse en él hay que basarse en 4 factores: el propósito del uso, la naturaleza de la obra protegida, la cantidad e importancia de la parte utilizada en relación con la obra total, y el efecto de su uso en el mercado.
Si bien el ordenamiento jurídico español no recoge de forma explícita dicha figura, ésta se puede asimilar a la del uso inocuo del derecho ajeno –ius usus inocui-, reconocida por la doctrina y la jurisprudencia.
Es por ello que se debe considerar la Sección 107 de la Copyright Act estadounidense, para analizar los 4 factores mencionados que el juez de turno debe analizar para determinar si aplica o no el fair use sobre la obra protegida.
La LPI sigue un sistema cerrado en el que se necesita la autorización del titular de los derechos de autor. Este sistema de excepciones es muy estricto, lo que significa que solo se pueden hacer reproducciones sin autorización si la ley lo dice explícitamente. A pesar de esta regla general, el artículo 40 bis de la LPI, da una orientación interpretativa importante. El artículo establece que la autorización del autor no es absoluta y puede no ser necesaria si no se causa «perjuicio injustificado a los intereses legítimos del autor o que vayan en detrimento de la explotación normal de las obras a que se refieran«. Por lo que se introduce una idea clave: que el uso de una obra sin autorización puede ser legítimo si no daña de manera significativa los intereses del autor.
Por otra parte, el Juzgado número 9 de lo Mercantil de Barcelona en la sentencia 11/2024 (obras expuestas como NFT por empresa Mango), tuvo como protagonista a la jueza Montserrat Morera Ransanz, que realiza un examen de éstos 4 factores en el proceso que está enjuiciando, a los efectos de determinar la concurrencia o no del fair use. Dicho fair use fue introducido por la Sala primera del Tribunal Supremo en la sentencia 172/2012.
La jueza concluye, que el hecho de no haber tramitado las respectivas licencias o autorizaciones de las obras originales no han reducido el valor de las mismas, ni su reputación o prestigio. Por el contrario, la exposición de las obras resultó beneficiar a los titulares de los derechos de propiedad intelectual. Es por ello qué a pesar de la exigencia del artículo 17 de la Ley de Propiedad Intelectual, si se configura el fair use, se puede prescindir de la autorización de la persona titular de los derechos de la obra.
Además, muchas veces el cliente ni siquiera conoce el nombre del tatuador, especialmente si se lo hizo de manera espontánea en el exterior (cosa que sucede a menudo). Se incurriría en muchos absurdos que atentan contra derechos humanos fundamentales.
¿Qué ocurriría si una persona decide borrarse el tatuaje o cubrirlo con otro diseño (cover-up o blackout)? ¿Habría que analizar si esto constituye una transformación de la obra y pedir autorización al tatuador?
Afirmar que el cliente debe solicitar una licencia para lucrar con su propia imagen porque los derechos de una obra en su propia piel pertenecen al tatuador, también implicaría que deba solicitar permiso para cualquier modificación del tatuaje (siempre y cuando exista explotación económica claro).
Esto conduciría a que todas las obras realizadas por tatuadores a personas públicas, como modelos, influencers, artistas o cualquier persona que lucre con su imagen, formarían parte del patrimonio de los tatuadores. De hecho, hasta desnaturalizaría la profesión del tatuador, que ganaría más dinero por la explotación económica que hacen sus clientes, que por realizar la obra en sí. En definitiva, al día de la fecha al menos, tal cuál lo reflejó la sentencia americana, no hay un mercado de derechos de tatuajes.
En este contexto, por la característica de permanencia del tatuaje en el cuerpo, podría interpretarse que se ceden ipso iure los derechos de explotación patrimonial de propiedad intelectual al cliente (tesis fácilmente criticada debido a que deben cederse de manera expresa), o más bien que no hace falta tal cesión, y esto es porque el 56.1 de la LPI podría interpretarse en el sentido que jamás la piel puede ser considerada como una cosa o soporte, es decir que es un concepto indisoluble al de persona humana, por lo que goza todos los derechos y garantías inherentes a ésta.
Aunque la regla general de la LPI claramente protege los derechos del autor, en el caso de los tatuajes, debiera prevalecer una interpretación que respete las libertades individuales. En definitiva, a pesar de que por seguridad jurídica y no correr riesgos sería recomendable realizar tal autorización, sin dudas sería novedoso, por lo qué sentaría precedente, qué ante la falta de ésta, un juez condene al portador del tatuaje por infracción de derechos de propiedad intelectual.
En conclusión, el análisis debe ser realizado como un traje hecho a medida, al caso en concreto, considerando los 4 factores indicados en la Sección 107 de la Copyright Act estadounidense, que el Juzgado de lo Mercantil número 9 de Barcelona incorporó asimilándolo al principio ius usus inocui. Esto, sin perjuicio de la interpretación del alcance 56.1 de la LPI, considerando que el cuerpo humano no puede ser considerado un soporte, ya que no es susceptible de compraventa, por lo que el tatuador cuando acepta trabajar, por naturaleza del contrato, acepta inequívocamente que el cliente podrá disponer libremente de la obra, que forma parte de él.