Tribuna de Jaime Sanabria en Noticel.
Al principio fue el sol, después también el sol. El sol porque marcaba la horquilla de la luz natural, cuando las primeras sociedades asentadas no disponían de otra iluminación que las antorchas. El sol –quizá más en concreto la sumisión orbital terrestre– como regulador de los horarios de trabajo; el sol como gigantesco reloj astronómico que condicionaba cualquier componenda temporal.
El poder complementaba al sol para la explotación inmisericorde de los trabajadores. Las élites ni siquiera consideraban que quienes les servían pudiesen tener unos derechos laborales y personales que todavía estaban por inventar, siquiera por imaginar. En Europa, los distintos imperios, las sociedades medievales, renacentistas y aun más allá, hasta bien entrado el XIX, exigían a quienes trabajaban, continuidad infatigable. Dejando de lado la esclavitud, horarios de hasta 14 horas diarias (en los periodos estacionales de mayor luz) los siete días de la semana no resultaban infrecuentes.
En los Estados Unidos, los primeros escarceos sindicales para reducir las interminables jornadas laborales se iniciaron en el último tercio del siglo XIX. Pero pese a la proclama del presidente Ulysses S. Grant, en 1869, para acortar a ocho horas las jornadas de los trabajadores gubernamentales que espoleó a numerosas organizaciones a reclamar lo propio, la iniciativa no cuajó en el colectivo privado que asociaba más trabajo con más productividad.
Tendría que ser el ejemplo – ya en el primer cuarto del siglo XX– de empresas privadas como la Ford, que estableció una jornada de 40 horas semanales con un máximo diario de ocho, quienes despertaran al Congreso la necesidad de atenuar normativamente la carga del horario laboral y para tal fin, tras una sucesión de reivindicaciones, huelgas y víctimas, se promulgó la Ley Adamson, una ley federal bautizada como Ley de Normas Razonables del Trabajo (FLSA) que estableció en 1938 una jornada de 44 horas semanales, reducidas a 40 tras una enmienda a la misma Ley en 1940.