Este artículo fue originalmente publicado en catalán en el medio Economía de Mallorca.
Acontecimientos recientes me han llevado a recordar el relato de “El traje nuevo del emperador”, de Hans Christian Andersen.
El libro habla de aquel monarca obsesionado al demostrar su poder y elegancia. Cree el que le dicen los mejores sastres, que el traje mágico que luce es invisible para los estúpidos. Es así como a pesar de no llevar traje, no quiere ver el que no hay por miedo a ser considerado un tonto. Es el mismo miedo de sus ministros, miembros de la corte y de la gente que no osan admitir que no ven nada, hasta que en medio del desfile un niño exclama que el rey es desnudo, provocando el hazmerreír de todo el mundo y la vergüenza del monarca.
La parodia nos alerta contra la hipocresía de la gente que nos impide decir las verdades más obvias. Es una burla a una sociedad enferma, sin credos, que va haciendo y que confía que el paso del tiempo lo arregla todo, como una manera de aligerar las pasiones y la desazón de un comportamiento irresponsable que acaba siendo nefasto y causa futura de violencias de diferente intensidad. Es aquello del ya te lo decía, pero no me atrevía a decir.
Es también el miedo de que habla Sócrates en el alegato de defensa en el proceso que lo llevó en la muerte y que Platón nos ha legado en uno de sus magníficos Diálogos. El miedo a decir la verdad “puesto que no hay miedo que se pare en mí”.
A pesar de los años transcurridos y uno más grande conocimiento del que nos rodea, seguimos encallados en los mismos miedos y miserias que no nos dejan avanzar positivamente y ver el que de bono hay a la otra banda del bosque.
Miramos si no en casa nuestra, de cómo se suceden escándalos y abusos de calado por parte de los más altos dignatarios con el cómplice silencio del sistema por miedo a que no pase absolutamente nada, si no es para conservar el estado de las cosas y del poder instituido aunque sea torpe. Todo ello, bajo una insostenible amalgama de normas legales producidas por los altos funcionarios encargados de velar por el sistema, que nos desbordan inútilmente por no decidir nada o para reprimir al que pretende cambiar la orden de las cosas. Y el que es más grave, disfrazado bajo una falsa apariencia de cambio, de renovación y de medias verdades que acaban rompiendo los principios de la confianza y de la convivencia sana de la gente.
No obstante giramos los ojos sin querer reconocer y afrontar la realidad. Solo ha faltado la pandemia provocada por la Covid-19 para subrayarlo todavía más, con la crítica fácil y la constatación de la fragilidad de un sistema que hace aguas y de una sociedad que busca el aire como el pez cerrado a la pecera.
El sistema democrático moderno se ha construido sobre el pilar de la división de los tres poderes, del legislativo, del ejecutivo y del judicial, que se controlan entre ellos en la creencia de la bondad de la ley que resulta de la voluntad del pueblo soberano que se expresa a través de sus representantes escogidos en unas elecciones libres.
Aún así, no siempre la acción y el control de los tres poderes ha salido bien en la buena dirección, es decir, cuando alguno de ellos se excede o se deja dominar en contra del marco que le corresponde; menos todavía, cuando falta la cohesión imprescindible de la sociedad a la cual tienen que servir para imponerse.
Últimamente se han observado ejemplos del mal uso de alguno de los tres poderes cuando en nombre de una independencia mal entendida pretende imponerse a la de los otros dos, de los que depende.
Es el que sucede con el poder judicial favorecido por la lucha política de los principales partidos del gobierno y de la oposición que no se ponen de acuerdo en la renovación de los miembros caducados hace más de dos años, que no es poco, del Consejo General del Poder Judicial, formado mayoritariamente por jueces y magistrados designados por 3/5 partes del Congreso y del Senado, y que se ha demostrado un gran error del legislador constituyente a corregir. Si no se es capaz de cumplir el mandato de la ley, difícilmente se puede pedir después a los ciudadanos que la respeten.
Es también el fracaso de la puerta giratoria que se permite a los jueces y magistrados, y al resto de funcionarios públicos, que libremente un día deciden dedicarse a la política, hasta que cesan en el cargo por el cual han sido nombrados, de ministros, diputados o secretarios de estado, para volver a ejercer a continuación de jueces y magistrados, si hace falta ascendiendo en su carrera funcionarial sin ningún rubor, ni escrúpulo.
Admitirán que este sistema no es garantía de la independencia, esta si, que los jueces y magistrados tienen que mantener en la hora de dictar sentencia, el que una vez más favorece la desconfianza creciente de los ciudadanos con el sistema que al final pagaremos muy caro si no lo enderezamos siguiendo el grito del niño, el rey es desnudo.
El comportamiento debido se exige practicándolo, el que no puede decirse de un rey desnudo.